Como ya comenté hace varios post, llegó la Nochebuena y no me encontraba en estado de gracia, por lo que no pude acercarme a recibir la Comunión. Tal vez mis pecados no sean tan grandes o tan importantes para obligarme a ese ayuno, pero lo cierto es que quería que mi "cuna" no oliera tan mal...
Terminó el año y resulta que el día 1 de enero coincidió en que también era primer viernes y me acerqué a la Eucaristía (por cierto, aún no he hecho ese post, aunque tal vez lo haga y le modifique la fecha para que se lea cuando toca). No fui a ninguna de "mis" dos parroquias, sino a otra a la que desde hace poco le he empezado a tomar cariño, tal vez por asistir mucho durante el pasado verano.
Y como llegaba con tiempo, pude prepararme para confesarme y ... recibí un buen regalo: un fantástico confesor. Creo que hacía bastante tiempo que no encontraba un confesor que me supiera escuchar y aconsejar tan bien como éste. Es más, se me ofreció para cuando le necesitara.
Y entonces me he emocionado porque he recordado la cantidad de veces que he suplicado a Jesús por encontrar un "confesor de cabecera"... un director espiritual... de esos que escasean, de esos que te invitan a ser santa, y a empezar cada día si el anterior salió mal.
Sus consejos me han llevado a la conclusión de que debo modificar casi todo mi Proyecto Personal, y eso sí que da un poco de pereza, pero lo haré como me dijo él: poco a poco y cada día una cosa.
Amado Jesús, ha sido un regalo inesperado pero no por ello menos deseado. Tal vez mi corazón, tu cuna, no estuviera lo suficientemente preparado, ni lo suficientemente calentito, pero yo te lo ofrecí y el día de la Octava de Navidad, el día de Santa María, Madre de Dios, pude recibirte, acogerte y darte mi imperfecto amor. Espero Jesús mío, que mi comunión reparadora, haya hecho brillar en tu rostro una de tus tan lindas sonrisas.
Besos, Noelia.